El Blog De Felipe

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miércoles, 21 de septiembre de 2011

Un Final Sin Adiós


-¡Ah!...- decía el hombre con un aire amargo - ¡Aún no lo puedo creer!, ¡no se me ocurre nada!, ¡Estoy harto! – Gritaba el hombre golpeando el vaso contra la mesa de aquel bar.
En ese momento, el barman que estaba de turno aquella noche se acercó al melancólico hombre y mirándolo con un gesto de compasión le arrebató el vaso cuidadosamente de sus manos para luego llenarlo de cerveza.
-         La casa invita – dijo alegremente el cantinero, cuidando de no alterar el ánimo de aquel hombre-.
-         Gracias - dijo éste, jugando con el vaso, mirándolo con aire de melancolía mientras se quitaba su largo pelo castaño de su cara-.
-         ¿Por qué esa cara tan larga? – dijo el cantinero, mientras limpiaba uno de los jarros de vidrio - ¿Algunos problemas en la casa o en el trabajo?, ¡Vamos, desahógate! – dijo éste con tono solidario.
-         Un poco de todo – dijo el melancólico hombre, aún con el vaso en la mano – ya no sé que hacer, tengo que escribir un libro pero no sé por dónde comenzar, ¡No se me ocurre nada! –
-         Creo que tienes una especie de bloqueo mental, debes estar distraído –
-         Tal vez, talvez – decía el hombre en voz baja, aún con la mirada en el vaso, ¿Acaso aún no tenia pensado tomárselo?-
-         Puede que sea... – decía mientras pensaba el carismático trabajador – ¡Amor! -.
En ese momento John dejó de juguetear con aquel vaso y se le vino a la mente, mientras miraba atentamente la cerveza dentro de aquel cristal, la imagen de una persona a quién el dejó atrás por venir a estudiar a otro país; la imagen de Elizabeth. El amor de su vida.
John se levantó lentamente de su silla, tomó su chaqueta y de su bolsillo sacó el dinero, el cual deposito en la mesa diciendo “Gracias”, para así abandonar rápidamente el lugar, dejando al solidario hombre hablando solo. Salió por la puerta delantera a la calle. El aire estaba helado y las luces de la ciudad iluminaban toda la angosta calle, las luces rojas de los autos al doblar y sus luces amarillas daban un joven y moderno aspecto a la ciudad; gente paseándose de aquí para allá, todos con diferentes atuendos, trajes y caras, algunos de piel negra y otros blancos. Finalmente, luego de la impresión de aquel espectáculo de luces y gente, John logra hacer parar un taxi con aquel gesto de anteponer la mano frente a la vista de algún conductor, para así, abandonar aquel carnaval de almas y dirigirse a su apartamento.

Cuando llegó el hombre  a aquel edificio, subió por las escaleras unos tres pisos, se dirigió a la tercera puerta y luego de meter la llave en la cerradura, la giró para obtener acceso a su solitario santuario. El apartamento tenía un aspecto típico de un hombre soltero: era pequeño, con un color verde musgo en las murallas. Tenía un estante viejo en la esquina enfrente de la puerta lleno de libros, algunos sucios y con polvo. A la derecha de la entrada, delante de un  marco sin puerta, estaba la cocina; era tan pequeña que todo estaba alrededor de las paredes y todos los platos sucios estaban amontonados en el pequeño lavamanos. Al frente de la cocina, cruzando por un largo sillón, el cual servia como cama para sus amigos cuando había fiesta, estaba el dormitorio. La habitación estaba relativamente ordenada, bueno, mas ordenada que cualquier otro espacio de la casa; con excepción del baño que se encontraba en la esquina izquierda del departamento, frente al estante.

John, al entrar al departamento, dejó su chaqueta en el sillón y se acercó al teléfono para verificar alguna llamada perdida. El hombre presionó el botón  y escuchó la voz de su padre diciéndole, en pocas palabras, que lo llamara de inmediato. Al escuchar el tono de su padre, y la urgencia con la que éste sonaba, John no lo dudó dos veces y corrió a la chaqueta para sacar el celular de su bolsillo. Luego de minutos de espera, finalmente su padre le contestó. Tenía la voz baja, se escuchaba como si hace poco hubiera estado llorando.
-         ¿¡Qué!? – gritó el escritor desesperadamente - ¿Cuándo? ¿Cómo?-.
Luego de una acalorada conversación las rodillas del hombre sucumbieron, bajó lentamente apoyado a la pared y sosteniendo sus piernas entre sus brazos, comenzó a llorar.
“¿Podía ser cierto?”, pensaba el hombre. Aún no podía creerlo, no sabía que hacer, que sentir ante tal noticia. Estaba impactado por aquella noticia: sabía que tarde o temprano llegaría ese día, el día en que su madre muriera.
Luego de llantos y desgarradoras palabras contra el aire, decidió levantarse y hacer su maleta para emprender el viaje a su ciudad de nacimiento.

Eran las once de la mañana cuando estaba sentado en el aeropuerto cuando al fin, luego de una larga espera, escucha la angelical voz de una mujer avisando que su vuelo estaba por salir. El hombre tomó sus maletas y subió a aquel avión.
A las tres de la tarde el hombre bajó del avión y buscó alguna cara familiar que lo recibiera luego de seis años de desaparición.
- ¡John! – dijo una voz a lo lejos.
Entonces el escritor comenzó a mirar en todas direcciones y luego, después de un instante de suspenso y alegría, logra reconocer a un sujeto acercándose a lo lejos, y con una gran sonrisa comenzó a mover sus pies para llegar a él.
-         John – dijo su primo - ¡Cuánto tiempo ha pasado!
-         ¡Mike! – respondió con sorpresa al cerciorarse de que era su pariente - ¿Cómo has estado?
-         John tengo tanto que contarte, ven vamos al auto – dijo Mike mientras arrebataba de la mano al escritor una de sus maletas – ¡Ah!, por cierto, mi más sentido pésame, espero que esto no te derrumbe.
-          No te preocupes, al igual que la felicidad y la tristeza, la vida esta ligada del mismo modo con la muerte. Además tarde o temprano tenía que ocurrir. Solo me gustaría haberla escuchado decir adiós – dijo el hombre con la mirada cabizbaja.-
-         No te desanimes, vamos, no te imaginas cuánto han cambiado las cosas -.
 Y así, luego de doblar y caminar por algunas escaleras, John y su primo subieron al auto.

Mientras iban por la carretera a John se preguntaba que tanto habrían cambiado las cosas, se preguntaba si alguien había si quiera derramado una lágrima por él; así que sin darse cuenta su boca se aflojó y de sus labios comenzaron a salir todas las dudas. Era como hablar con alguien nuevo, alguien con quien nunca había cruzado la mirada en la calle, pensaba su primo. Pero con lástima Mike comenzaba a responderle todas sus preguntas a este desconocido.
John no estaba sorprendido, al enterarse de que todos sus amigos estaban casados, unos lejos, y algunos familiares muertos; después de todo, eso no era más que la introducción para la pregunta más importante.
-         ¿Y cómo está Elizabeth? – soltó el hombre de 24 años -.
-         ¡Ah! Ella… estudió en una universidad, y solo sé eso – dijo Mike, tratando de evadir la respuesta a aquella pregunta, para no lastimar más el corazón de su pariente.
Sin embargo el escritor notó esta indiferencia y antes de volver a preguntar, el auto se había detenido en una vieja casa. Ninguno de los dos quería perder tiempo, debido a que el entierro se realizaría en una hora más y John no pudo estar presente en el velorio; así que John subió por las viejas escaleras del inmueble, entro a la primera puerta que vio y depósito su maleta encima de una cama, para cambiarse lo más rápido posible.
 El cielo estaba nublado y la lluvia comenzaba a caer en el desfile de lágrimas y sollozos. Era un ambiente de tristeza y amargura. Los familiares de John se paseaban por el cajón deseando un que el dolor de sus cercanos desapareciera. Pero a quién iban a engañar aquellos deseos. De toda la gente que estaba ahí, John conocía a diez de ellos, otros seis eran familiares de su madre y las otras doce personas nunca las había visto en su vida.
-         ¿Por qué debemos esperar la muerte de un ser querido para poder reunirnos? – preguntó su padre mirando a John, con toda la cara mojada y aspecto de enfermo -.
-         Supongo que nunca lo sabremos – respondió éste secándose las lágrimas de la cara y abrazando a su adolorido viejo.
-         Dónde estuviste todo este tiempo – le preguntaba su padre, al verse situado en tal reconciliación -.
-         Tratando de ser alguien… tratando de ser alguien para que cuando volviera todos estuvieran orgullosos de mí.
-         Solo queríamos verte feliz, con una familia a quien cuidar y una vida que entregar
-         Lo siento padre, pero yo nací para perseguir los sueños.
Y la conversación terminó repentinamente cuando el cura dio la orden de reunirse frente al ataúd.

Los días habían pasado y nada podía llenar el aire de tristeza y vacío que reinaba tanto en la habitación del hotel como en el corazón de John. Estaba triste, así que sacó uno de los libros que escribió, el único que se había publicado, y comenzó a leer en su mente las palabras de optimismo que había ocultado entre las líneas de sus oraciones.
Era tiempo, John debía abandonar su ciudad natal  para volver a su trabajo de escritor; pero no lo haría sin primero comprarse un recuerdo de su estadía. Así que esa misma mañana partió con su chaqueta de cuero al centro de la ciudad y, después de husmear en las tiendas, pudo comprase ropa y otras cosas de la localidad. Una vez terminado el paseo, el hombre volvió al metro y bajó por las anchas escaleras. Las líneas del tren estaban rodeadas de gente, así que John tuvo que esperar al otro transporte para volver a casa; sin embargo la gente no paraba de llegar y en eso, le pareció ver una cara familiar al otro lado del andén. No lo dudó ni un segundo y trató de acercarse lo más rápido posible a la orilla. ¿Acaso era posible?, ¿podía ser ella?
En efecto, era ella. Con su liso cabello castaño que caía por su angelical rostro hasta sus hombros, su delgada figura y su pequeña estatura, seguía tan linda y radiante como la última vez que la vio.
Sin embargo, antes de que pudiera alzar su mano frente a la mirada de su bella musa, notó la presencia de un niño, que le tiraba los ajustados pantalones de sus piernas. Enseguida notó que ésta no dudo en levantarlo entre sus brazos con un gesto de amor puro. Y luego, solo para comprobar si sus temores eran ciertos, examinó detalladamente sus manos para encontrar algún anillo y, para su suerte, lo encontró. Segundos más tarde no tardó en llegar un tipo alto y pelo corto, con aspecto de empresario, con su traje de pingüino y su gran reloj en la muñeca; en la cual sostenía un maletín oscuro. Éste la besó en los labios y ella sonrió.
John pudo haberse lanzado en ese mismo instante a las líneas del metro, pudo haber salido corriendo, pudo ponerse a llorar como un niño perdido. Pero no lo hizo. Pudo haberse puesto triste, pudo enojarse, pudo deprimirse, pero no lo hizo, al contrarió, sonrió y una chispa le vino al alma. De pronto, su mente había comenzado a rondar ideas y frases que jamás diría en su vida, pero ingeniosas, era como si alguien hubiera encendido el switch de su alma. Y, apenas sintió todo esto, llegó el vagón. John lo abordo sin prisa, con su corazón tranquilo, y desviando la mirada de aquel bello momento de triunfo de su amada; se retiró.
Al llegar a su habitación, sacó un viejo cuaderno de su maleta y comenzó a escribir los más tristes, bellos y melancólicos capítulos de  una larga historia; al fin sabía como comenzar y terminar la historia, la historia de su amor. Y antes de terminar el segundo capítulo, aquella noche, en donde un festival de emociones se había instalado en su corazón, escribió en la primera hoja una dedicatoria que decía así:

“Sé que talvez nunca leas esto, pero si es así, solo quiero que entiendas. Fui como el cuervo tratando de cazar a la mariposa, y tú como el diente de león perdido en el cielo del verano. Nunca pude decirte lo que sentía por ti, solo me fui para perseguir mis sueños y sin decirte lo mucho que te amaba, te abandoné. Nunca creí poder decir esto, pero creo que al fin estoy mejor sin ti, y espero que tú también seas feliz. Ahora puedo ser feliz, porque sé que tú lo eres, y siempre te llevaré en mi corazón. Sólo digo que a veces decir adiós, es una segunda oportunidad. Y nosotros pudimos terminar este capítulo, sin decir adiós”.
 “Que bueno que eres feliz con una persona, solo me hubiese gustado que esa persona fuera yo”
John Reymond

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